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jueves, 12 de abril de 2012

El lenguaje de la ciudad

100 x 100
Es una tristeza entendible que el vocabulario de la urbe se empobrezca al perder contacto con el pasto. Tantos y tantos nombres del mundo silvestre que van perdiéndose. Tantas y tantas palabras olvidadas. Voces que, al nombrar la variedad natural, le rinden homenaje a cada hoja, a cada insecto, a cada pájaro. Nos hemos ido quedando mudos para hablar del universo vegetal. Cuando vamos a una florería usamos señas en lugar de palabras para pedir la flor que nos seduce. Recordando e inventando nombres de plantas, hierbas y pócimas se compone el fabuloso libro de los venenos de Antonio Gamoneda. El paladar disfruta el nombre de cada criatura y el abanico de sus poderes mágicos. “La cebolla albarrana es silvestre y purpúrea; amarga al gusto de manera hiviente; se da, con miel, a los hidrópícos; cale contra los sabañones y las verrugas; dicen que, colgada sobre sobre la puerta, preserva la casa de hechicerías contrarias. El serpol es yerba hortense y salvaje que serpea por tierra; con su olor ofende a la escolopendra; sirve a los letárgicos y frenéticos y, preparada con vino, deshace las durezas del bazo. La centinodio crece en los cementerios; es provechosa para los oídos que manan materia hedionda y en los vómitos coléricos. El arrayán, que también llaman mirto, es árbol de dos especies, blanca y negra, aunque Plinio llega a decir que delo arrayán hay once géneros; del negro se obtiene un vino sin virtud alcohólica; el blanco tiene flores con cinco pétalos y expande un olor muy suave; éste refresca el sudor y cura las hinchazones de las ingles; también elimina las viruelas y la alopecia; de su médula se hace un aceite lenitivo; de sus ramas floridas, coronas para los héroes que no han derramado sangre.”
Pienso en esta devaluación de nuestro lenguaje imaginando que el olvido del vocabulario silvestres habría sido remplazado por otro igualmente rico que nombrara la riqueza de nuestro entorno asfáltico. Palabras que designaran la abundante fronda de la ciudad. Pero hemos olvidado el nombre de las hierbas y los árboles sin haber adquirido el lenguaje de la selva que habitamos: el lenguaje de la arquitectura. Fernanda Canales y Alejandro Hernández han publicado un libro extraordinario que despliega las joyas del vecindario y pone nombre a las construcciones que vemos diariamente, sin siquiera advertirlo. En una magnífica edición de Arquine, los dos arquitectos han ubicado a los cien creadores más importantes del siglo XX mexicano y sus obras más emblemáticas. El libro es un paseo por las muchas estaciones de la cultura mexicana desde el restirador del arquitecto, el urbanista y el diseñador: sus muchas búsquedas y sus grandes hallazgos. La exploración de la identidad y la ambición del monumento; la confianza en lo público y el refugio espiritual; el servicio público y la intimidación.
100 x 100 es un fichero de arquitectos, un álbum, una galería de maestros. Es también la obra negra de muchos libros por venir: una historia cultural de la arquitectura, una sociología de la profesión, una guía turística, un mapa de edificios canónicos. Me parece que es, sobre todo, una pista para reinsertarnos en el mundo que habitamos. Nuestras ciudades llevan la traza que algún día fue proyectada por algún lápiz. Las calles que recorremos están bordeadas por edificios que han dado cuerpo a una idea; nuestras viviendas expresan una idea del mundo, del hombre, de México. 100 x 100 es el gabinete arquitectónico que nos permite reconocer, en el vocabulario de la arquitectura, el lenguaje de la ciudad.

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