Es una tristeza entendible que el vocabulario de la urbe se
empobrezca al perder contacto con el pasto. Tantos y tantos nombres del
mundo silvestre que van perdiéndose. Tantas y tantas palabras olvidadas.
Voces que, al nombrar la variedad natural, le rinden homenaje a cada
hoja, a cada insecto, a cada pájaro. Nos hemos ido quedando mudos para
hablar del universo vegetal. Cuando vamos a una florería usamos señas
en lugar de palabras para pedir la flor que nos seduce. Recordando e
inventando nombres de plantas, hierbas y pócimas se compone el fabuloso
libro de los venenos de Antonio Gamoneda. El paladar disfruta el nombre
de cada criatura y el abanico de sus poderes mágicos. “La cebolla
albarrana es silvestre y purpúrea; amarga al gusto de manera hiviente;
se da, con miel, a los hidrópícos; cale contra los sabañones y las
verrugas; dicen que, colgada sobre sobre la puerta, preserva la casa de
hechicerías contrarias. El serpol es yerba hortense y salvaje que serpea
por tierra; con su olor ofende a la escolopendra; sirve a los
letárgicos y frenéticos y, preparada con vino, deshace las durezas del
bazo. La centinodio crece en los cementerios; es provechosa para los
oídos que manan materia hedionda y en los vómitos coléricos. El arrayán,
que también llaman mirto, es árbol de dos especies, blanca y negra,
aunque Plinio llega a decir que delo arrayán hay once géneros; del negro
se obtiene un vino sin virtud alcohólica; el blanco tiene flores con
cinco pétalos y expande un olor muy suave; éste refresca el sudor y cura
las hinchazones de las ingles; también elimina las viruelas y la
alopecia; de su médula se hace un aceite lenitivo; de sus ramas
floridas, coronas para los héroes que no han derramado sangre.”
Pienso en esta devaluación de nuestro lenguaje imaginando que el
olvido del vocabulario silvestres habría sido remplazado por otro
igualmente rico que nombrara la riqueza de nuestro entorno asfáltico.
Palabras que designaran la abundante fronda de la ciudad. Pero hemos
olvidado el nombre de las hierbas y los árboles sin haber adquirido el
lenguaje de la selva que habitamos: el lenguaje de la arquitectura.
Fernanda Canales y Alejandro Hernández han publicado un libro
extraordinario que despliega las joyas del vecindario y pone nombre a
las construcciones que vemos diariamente, sin siquiera advertirlo. En
una magnífica edición de Arquine, los dos arquitectos han ubicado a los
cien creadores más importantes del siglo XX mexicano y sus obras más
emblemáticas. El libro es un paseo por las muchas estaciones de la
cultura mexicana desde el restirador del arquitecto, el urbanista y el
diseñador: sus muchas búsquedas y sus grandes hallazgos. La exploración
de la identidad y la ambición del monumento; la confianza en lo público y
el refugio espiritual; el servicio público y la intimidación.
100 x 100
es un fichero de arquitectos, un álbum, una galería de maestros. Es
también la obra negra de muchos libros por venir: una historia cultural
de la arquitectura, una sociología de la profesión, una guía turística,
un mapa de edificios canónicos. Me parece que es, sobre todo, una pista
para reinsertarnos en el mundo que habitamos. Nuestras ciudades llevan
la traza que algún día fue proyectada por algún lápiz. Las calles que
recorremos están bordeadas por edificios que han dado cuerpo a una idea;
nuestras viviendas expresan una idea del mundo, del hombre, de México. 100 x 100 es el gabinete arquitectónico que nos permite reconocer, en el vocabulario de la arquitectura, el lenguaje de la ciudad.
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