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jueves, 2 de julio de 2009

La piel del mundo


Una pregunta ronda toda la poesía de José Emilio Pacheco. ¿Qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.

Piedra en el polvo:
donde estuvo el río
queda su lecho seco

Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre las aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un abismo líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Rocas, volcanes, murallas, cascajo, desiertos, montañas, ciudades. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia, la orgullosa conquista del tiempo. Nos rodean devastaciones.

La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.

Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.

El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.

“Vivir es ir muriendo,” dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la panza de un niño; el terremoto que convierte el suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El encantamiento de las superficies es visible en la poética de José Emilio Pacheco. Su mirada no es de taladro: es de uña. El poeta rasga metales, cortezas, pavimentos y cristales para registrar sus desventuras metafísicas. Mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas. Tendría razón Valéry cuando dijo que lo más profundo era la piel. Alcanzando esa sabiduría que los diccionarios ignoran, José Emilio Pacheco nombra nuestra honda miseria epidérmica.

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